En los últimos años, la vulnerabilidad ha tomado un lugar central en las conversaciones sobre liderazgo. Hoy se celebra la apertura emocional, se promueve “mostrar el lado humano” y se valora al líder que se atreve a decir: “no sé” o “me equivoqué”.


Sin embargo, en medio de esta tendencia, es fácil confundir autenticidad con exposición desmedida.


La vulnerabilidad no significa confesar todo ni mostrar emociones sin filtro. Más bien, es inteligencia emocional en acción: saber cuándo abrirse, con quién hacerlo y con qué propósito. No se trata de parecer débil para resultar humano, sino de mostrar humanidad con intención estratégica. Así, la vulnerabilidad se convierte en una herramienta para generar confianza, no confusión; para construir puentes, no para soltar el timón.


Un líder que se abre sin medida corre el riesgo de diluir los límites que sostienen su rol. La vulnerabilidad sin contención abruma en lugar de inspirar; la transparencia sin propósito dispersa en lugar de conectar.


Liderar con vulnerabilidad exige equilibrio. Implica discernir cuándo compartir una duda para fomentar la colaboración, cuándo mostrar una emoción para validar la experiencia del equipo, y cuándo reservarse para proteger la estabilidad colectiva. Es un ejercicio constante de calibración entre la presencia emocional y la responsabilidad estructural.


En tiempos donde autenticidad puede confundirse con exposición, el liderazgo demanda algo más profundo: la capacidad de mostrarse sin perderse, de conectar sin desbordarse y de sostener sin desaparecer.


Porque el liderazgo no se mide por cuánto compartes, sino por la forma en que sostienes lo que eliges compartir.